A Través del Fuego y la Visión:
Un Ensayo Reflexivo sobre el Camino del Despertar
Hay un camino que no se elige, sino que se revela. No se despliega en líneas rectas ni en patrones familiares, sino en espirales, explosiones y rupturas. El mío fue un camino así. No comenzó con la búsqueda, sino con la quema.
A los veinticinco años, sin previo aviso ni preparación, algo antiguo e innombrable estalló dentro de mí. Una columna de fuego violeta ascendió por mi cuerpo, rompiendo la corona de mi cabeza y fluyendo a través de mi ser como mil soles. El tiempo se dobló. La identidad desapareció. No había yo, no había mundo, no había frontera—solo la presencia cruda e infinita de lo que siempre ha sido. No recordé algo nuevo, sino algo eterno: Yo soy. Sin embargo, tuve resistencia. El miedo me había abrumado, así que algo dentro de mí dijo que no. No tan rápido—una negativa inconsciente me negó recibir y asimilar completamente esta verdad abrumadora. La experiencia pasó. Seguí siendo el mismo de muchas maneras, pero cambiado por ella.
Con esto llegaron las visiones. No sueños ni fantasías, sino despliegues vivientes de luz—lo que Dzogchen llama Thögal: expresiones espontáneas y radiantes de la conciencia primordial. Al principio, me abrumaron. Brillantes, caóticas, en constante movimiento. No había entrenamiento, no había guía, no había nadie con quien hablar sobre lo que estaba sucediendo. Era belleza, pero también era demasiado. Sin embargo, en lo profundo de mí, las reconocí—no como algo nuevo, sino como algo recordado desde la infancia, desde un tiempo antes del olvido.
Pasaron los años en integración. El fuego retrocedió pero nunca se fue. Y luego, llegó otra ruptura.
Encontré una práctica espiritual que no pude aceptar—una falsedad que me atravesó con tal fuerza que desgarró algo en mí. Y con ese desgarramiento, mi corazón despertó. No fue un despliegue suave, sino una detonación—desencadenada por un descenso energético. Durante tres días, fui alterado: claro, luminoso, sin filtros. Ninguna sustancia invocó esto. Fue presencia pura, no mediada. Mi cuerpo apenas podía contenerlo. Pero luego llegó otra herida, y la luz se retiró. Sin embargo, el corazón había cambiado. Y la mente había cambiado. El caos que antes gobernaba allí había quedado atrás. Las visiones—todavía presentes—comenzaron a estabilizarse. A veces, interactuaban conmigo. Una vez, vi a través de sus ojos.
Este descenso hacia la encarnación trajo consigo un nuevo compañero: la ira. Una corriente profunda, personal y colectiva, largamente enterrada. Las mentiras del mundo, la enfermedad de la Matrix, ahora las sentía en mis huesos. Y luego vino la ruptura global: la plandemia. La ira surgió completamente. No era abstracta. Era celular. El mundo reflejaba la enfermedad que yo había sentido.
Para encontrarla, la Tierra ofreció su propio espejo: Bufo. El sapo. El sacramento de la muerte del ego.
En ese espacio, morí. Más de una vez. Me disolví en pura luz, luego caí más profundo. La ira no fue liberada, sino comprendida. No era locura, sino la negativa del alma a traicionar la verdad. Las emociones, antes temidas, se convirtieron en llaves. El dominio surgió no de la represión, sino de un proceso de rendición.
Y en esa rendición, emergió una presencia—no invocada, no hablada, pero innegable. No vino a consolar, sino a despojar. En ecos antiguos, tales fuerzas fueron temidas y malinterpretadas, presentadas como destructoras o demonios. Pero vi claramente: esto no era malévolo. Era el guardián de la verdad, el purificador de lo falso. Surgió no para castigar, sino para completar lo que estaba incompleto. Aparece solo cuando uno está verdaderamente listo para morir a la ilusión. Cuando llega ese momento, no luchas—ella lucha por ti.
Para entonces, Thögal se había estabilizado. Las visiones ya no eran ajenas. Eran familiares. El fuego aún ardía, pero de una manera nueva. El corazón estaba abierto. El ego ya no era capitán, sino siervo. Y lo que quedaba era claridad. Simplicidad. Soberanía. Me voy haciendo uno con las visiones.
Esta no es una historia de desenrollamiento lineal, sino de desintegración sagrada. De morir en la verdad, una y otra vez. Es el camino Escorpio—muerte y renacimiento no una vez, sino perpetuamente. Y es colectivo. Mi ira no es solo mía. Mi rendición no es solo mía. Soy uno entre muchos.
Lo que queda, ofrezco. No consuelo, sino claridad. No sanación como escape, sino como iniciación.
Lo que arde no eres tú. Lo que queda eres.
Hare Om Tat Sat